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Para abrir un círculo, hay que cerrar otro.
Este concepto ha resonado con fuerza en mí estos días, en medio de tantos cambios y transiciones, personales y colectivos.

Vivimos en una cultura que celebra los comienzos, los lanzamientos, lo nuevo. Pero, ¿qué pasa con los cierres? ¿Con ese momento en el que algo se completa, se transforma o simplemente ya no tiene razón de ser? Cerrar no siempre es fácil. A veces nos resistimos, otras lo evitamos por completo. Pero sin ese acto de cierre, no hay verdadero espacio para lo nuevo.

Cerrar para poder abrir.
Cerrar para celebrar lo vivido.
Cerrar para aprender, para agradecer, para soltar.

Ayer, en un espacio de cierre de un programa hermoso en el que participé, reflexionábamos sobre cómo el enfoque sistémico nos invita a mirar más allá del momento presente. Nos conecta con una mirada más amplia, más lenta, más natural. Una que se asemeja a los ritmos de la tierra. Donde todo está interrelacionado, y cada fase tiene su razón de ser.

Ahí recordé el ecocycle, una herramienta que usamos en procesos de cambio y transformación. Inspirado en los ciclos ecológicos, el ecocycle nos invita a reconocer las distintas fases por las que pasa un sistema, un proyecto, una relación… o incluso una etapa de vida. Desde el nacimiento de una idea (gestación), su maduración (consolidación), hasta el momento en que esa forma deja de ser útil y necesita transformarse o morir (destrucción creativa). Y ahí, en ese vacío fértil, comienza de nuevo la posibilidad.

Cerrar, entonces, no es fracasar. Es honrar el proceso. Es parte de un ciclo natural.
Es como en el bosque: cuando un árbol cae, su madera alimenta el suelo para que algo nuevo pueda crecer.

La naturaleza, nuestra primera maestra, nos recuerda que no hay vida sin muerte, ni crecimiento sin compostaje. Que los ciclos se entrelazan, y que el tiempo, cuando se vive desde lo vivo, es circular.

Honremos los cierres.
Honremos los comienzos.
Y sobre todo, honremos el proceso.

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